Isle of Dogs (Wes Anderson, 2018)



Wes Anderson es un director con un modo de narrar reconocible a primera vista, fácil de parodiar pero que nadie puede ejecutar como él. En todas sus películas parece haber una preocupación obsesiva por la forma: la estructura narrativa, el vestuario, la puesta en escena, los encuadres, etc. La profusión, la extravagancia y el detalle obsesivo son las marcas de su cine. Sus películas son universos miniatura compuestos con paciencia de relojero en donde el mundo fuera de la sala de cine no tiene cabida. No es de extrañar que tarde o temprano se involucrara con la animación. Hacer películas con actores reales implica trabajar dentro de las posibilidades del mundo natural, con personas y circunstancias impredecibles, mientras que la animación es el triunfo del artificio,  susceptible de ser controlado al milímetro. En Isle of Dogs esto se lleva a extremos que debieron vovler locos a sus colaboradores. El humo, el fuego, el mar y todo lo que vemos en pantalla son construcciones con vida propia, calculadas estéticamente. 


Isle of Dogs no es la primera incursión del director en la animación. Ya en 2009 nos había regalado una excelente adaptación de Roald Dahl con Fantastic Mr. Fox (2009). En Isle of Dogs también presenciamos una fábula actuada por animales (muchos, sobre todo perros), pero creo que las ambiciones son quizá las más arriesgadas de toda su carrera. No recuerdo haber visto nada parecido.


El alcalde de Megasaki, una ciudad japonesa del futuro, pertenece al clan Kobayashi, que adora a los gatos y aborrece a los perros. Usando todas las mañas de un priísta convencido, el gobierno Kobayashi exilia a la población canina de la ciudad a una isla de basura en donde se busca acabar con ellos de una vez. En la isla reinan el salvajismo y la desesperanza hasta que un pequeño piloto (Atari Kobayashi, pupilo del alcalde) aterriza buscando a su perro Spots y se alía con una singular manada para rescatarlo.


Hay muchas pistas repartidas por toda la película indicando que la historia no se reduce a su anécdota, sino que intenta funcionar como parábola. No olvidemos que se trata de la reelaboración de un hecho que incluso tiene su lugar en el lenguaje: los perros y los gatos no se llevan; pelean, como perros y gatos. Es curioso que proyectemos nuestros conflictos en seres tan inocentes, porque los que siempre estamos tomados del chongo somos los seres humanos. Creemos ser civilizados, sea lo que sea eso, pero las guerras y los conflictos nos acompañan como una enfermedad sin cura. No nos cuesta nada dividirnos en tribus arbitrarias y decidir que el otro es un enemigo mortal, portador del mal y causante de todas las calamidades. Las divisiones son infinitas y nuestra imaginación, tantas veces esclerótica, se vuelve una gimnasta olímpica cuando llega la hora de esculpir odios. Así ha sido, así es y así será.


El Japón distópico que propone Isle of Dogs sitúa la trama en un ambiente exótico que refuerza la intención universal de la fábula. Lo que se cuenta podría ocurrir en cualquier parte, en cualquier momento, pero la cultura y el lenguaje japonés son particularmente extraños para la mayoría. Esto hace que el lenguaje y la comprensión entre individuos (o su ausencia) juegen un papel central. Hay que asumir el hecho, triste pero cierto, de que la comunicación entre las personas está más cerca de ser una imposibilidad que una constante, incluso entre los que hablamos el mismo lenguaje; incluso entre los que se aman. La solución —parece proponer Anderson— es el ejercicio de la compasión, el honor y la expresión vigorosa del alma.


El tiempo va cegando nuestras ilusiones y opacando el brillo de la bondad. Eso es lo que pasa con Chief, el perro callejero y contreras con la voz de Bryan Cranston. Chief se resiste a recuperar la confianza en los demás. La lealtad y el espíritu comunitario le parecen entelequias hasta que el pequeño piloto decide consentirlo con un baño. Este acto de caridad revela la verdadera naturaleza de Chief en más de un sentido. Un acto de empatía en el momento adecuado puede aflojar las costras más viejas y recordarnos que la bondad es una fuerza que surte sus mejores efectos en las peores circunstancias.


El pequeño piloto lleva a cabo su travesía para rescatar a Spots impulsado por una sentido impecable de la lealtad. Estos actos de honor parecen excepcionales en un entorno dominado por la estupidez y el odio, pero sus repercusiones son como una onda expansiva que lo transforma todo.


Al final, es un haiku lo que termina de sellar el destino de los personajes. Algo tan efímero como un puñado de sílabas puede ser tan grave como la misma muerte. Sólo hace falta que su materia esté cargada con el ánimo suficiente. Lo mismo puede decirse de las películas, los cuentos, las pinturas… Somos capaces de tomar en nuestras manos la potencia creadora de la naturaleza gracias a la inteligencia y el lenguaje;  practicando esta facultad podemos transfigurar lo que se nos antoje. Parece una perspectiva más dulce que pasarnos esta vidita nuestra peleando unos con otros.

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