Once Upon a Time in Hollywood (Tarantino, 2019)

 Décadas después de poner de moda entre los periodistas el término «enfant terrible», Quentin Tarantino presenta su obra más reciente: lo mejor que ha hecho desde Pulp Fiction (1994). Once Upon a Time in Hollywood nos deja ficción urdida con alta maestría, varias carcajadas y una reflexión sobre ese cisma recurrente entre apariencia y verdad, nostalgia e historia.

Los Ángeles no sólo produce mitologías; su propia escala es mítica también. (Ya el gran Kenneth Anger la calificó de «Babilonia».) El placer y las fantasías que inocula a millones de personas proyectan una larga sombra de crímenes y bajezas que ocupan espacio en la prensa desde principios del siglo pasado. De entre la enorme cantidad de historias truculentas que tienen a Hollywood por escenario, Tarantino eligió la que más ha marcado el imaginario colectivo. Es sabido que en 1969, estimulado por litros de LSD y una atmósfera apocalíptica generalizada, un brote diabólico se llevó la vida de varias personas, entre ellas la de Sharon Tate y su hijo nonato.

Once Upon a Time in Hollywood parece un compendio de todo lo que Tarantino ha querido articular con su carrera. La diferencia con sus esfuerzos anteriores es que, a pesar de su caudaloso talento, hasta ahora acumuló suficiente gravedad artística. La autocomplacencia, rasgo de estilo, en esta película logra ser reflexión.

Con un sosiego cercano al de Paul Thomas Anderson, la historia presenta un par de días en la vida de dos personajes imaginarios: Rick Dalton (Di Caprio, excelente) y su doble de acción Cliff Booth (Pitt, envejeciendo dignamente). El tema del doble sugiere un juego de reflejos semejante a The Lady from Shanghai (1947), acto de magia al que Tarantino ofrece siempre sus mejores esfuerzos. En esta película el laberinto referencial desdobla un babel de espejismos que se extiende a lo lejos.

Después de anécdotas, flashbacks, carcajadas, peripecias y trayectos en coche, desembocamos en el evento final. Hasta ese momento algunos espectadores habrán disimulado el desconcierto que les produjo ver una comedia porque conocen lo que sucedió en Cielo Drive en 1969. Entonces el director retuerce la expectativa con una pirueta inolvidable y presenta la brutal masacre de los perpetradores, haciendo eco en su propia obra . No justifica esta violencia licenciosa con los actos que suceden en pantalla, sino con la enciclopedia compartida —de la misma forma en que su astucia narrativa nos había preparado con la escena en la que Rick Dalton fríe a una banda de nazis. Así, la cinta termina malabareando qué tan gratuita puede ser la ultraviolencia marca Tarantino. Yo me reí mucho. Esto es un ataque a sus críticos y a cierta fauna común en nuestros días, acostumbrada a proyectar su ira ciega cobijados por la turbamulta. También es una gran broma y la consumación de una venganza colectiva. Todos los que aman al cine y sus historias quisieran que Rick Dalton existiera y hubiera entrado por las puertas del cielo hacia los brazos de una Sharon Tate que siguiera siendo la encarnación del sueño, una aparición etérea y semi-divina, estrella nunca alcanzada por los filos de esta tierra. Un final feliz a la usanza clásica. Pero las cosas, como sabemos, son más complicadas.

Once Upon a Time in Hollywood se inscribe dentro de un género tan definido y practicado como el drama de guerra, el western , o el neo noir que ya ha practicado Tarantino: la cinta de Hollywood sobre Hollywood. Pensemos en The Neon Demon (2016), Hail Caesar! (2016), La La Land (2016), Maps to the Stars (2014) o Mulholland Drive (2001), Singing in the Rain (1952), Sunset Boulevard (1950)… Una verdadera obsesión por mirarse el ombligo desde todos los ángulos imaginables y siempre la tragedia que surge de entre las palmeras, el neón y los nudos carreteros.

Hollywood es una sinécdoque del cine en sí, que quizá esté muriendo para transformarse en algo más. Este medio nos enseñó una oportunidad de extender la plenitud de la vida a través de la imagen en movimiento. Las pantallas nos muestran un presente perpetuo, siempre igual a sí mismo, joven, bello; un destello de esa eternidad para la que nadie está hecho. Su consecuencia necesaria es el desencanto. La tristeza que arroja evaluar las distancias entre lo imaginado y lo concreto. La pureza de lo que vimos en las salas está lejos de la realidad, banal y violenta. En el cine los sueños y las pesadillas están unidas en un abrazo que sucede fuera del tiempo. Luego, las luces se encienden.

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