¡Silencio!


Parece que la conjura contra el disfrute se ha filtrado también a los cines. Ahí se vuelve una cuestión de civismo, pero también de sentido común. Ver una película también es escucharla. Junto a los anuncios de «se prohiben mascotas» y «salida de emergencia» debería instalarse en todas las salas un letrero gigante  que exija SILENCIO. Hay toda una vida para discutir sobre películas, bien nos podríamos callar hora y media para verlas. 


La sugestión que exige el cine para su disfrute cabal no es un estado ordinario. Se trata de un trance comunitario en el que participan los autores de la película y la audiencia, unos ejerciendo sus poderes de sugestión y otros sometiéndose —o no— a ellos. Hasta podría decir, seguro de no errar demasiado, que el éxito de una película depende siempre de su capacidad para conjurar esa hipnosis. Es un momento de equilibrio similar a algunas fases de la embriaguez en las que todavía se pueden articular pensamientos, y la alegría fluye veloz. Tersa como la superficie de la nata, esta levedad se marchita fácilmente. Sus enemigos son muchos. La naturaleza masiva del medio es uno de ellos. No se trata de un acto privado, como la lectura de un libro. Hay demasiados factores que escapan de nuestro control y quedan sometidos a la opinión de la multitud. Como se sabe, las aglomeraciones son estúpidas por naturaleza. 


Muchas veces esa zona sutil se quebranta por mera falta de civilidad. Porque, al final, se trata de eso: civilización. Las salas son puntos altos de esa palabra tan maltrecha en nuestros tiempos. Tanta gente junta sin morderse, matarse o amarse debería ser motivo de orgullo para la especie. En el espectáculo del cine, tales necesidades humanas se lanzan hacia la pantalla. Estamos juntos para matarnos sin matarnos, amarnos sin amarnos, espiarnos sin espiarnos. Todos tenemos el mismo derecho de disfrutar en paz de este ritual… pero los enemigos son muchos.


La pantalla, con otro efecto hipnótico, nos hace olvidar que estamos en público y acompañados. Entramos en una dimensión privada —mejor dicho, íntima. Es por eso que tantos amantes hallan favorable la oscuridad de las salas para soltar amarras. Además de señalarlos, quisiera decir que los comprendo. La fortificación interior que usamos para amar es muy parecida a la que usamos para soñar. Pero ese castillo está hecho de naipes. Basta el dulce aroma del queso con vinagre o los hot-dogs con chile jalapeño para cortar de golpe el romance más carnoso. Entiendo que las camas aburran de vez en cuando, pero los jugos y sonidos del amor producen un efecto muy desagradable en los que no están involucrados.


Es muy extraño que los museos y las iglesias impongan un respeto universal casi sin proponérselo, mientras que a los cines van todos con la intención de destapar cervezas, abrir bolsas de fritangas… Es como si el cine los conjurara. Tampoco se salvan los bebés llorones, los adolescentes en manada o los que llegan diez minutos después de iniciada la película. Tarados, muchas veces arreados por los pastores de la publicidad o el ocio, que se han olvidado de cómo permanecer con la boca cerrada, concentrados en lo suyo y en calma con el prójimo. Lo que debería ser el estado normal de las cosas, la base desde donde se construye la sana convivencia, parece aquí una exigencia desesperada. Puede ser una demanda muy complicada para una sociedad con la tasa de homicidios de Guanajuato, donde todavía es común leer en los periódicos que la gente se dispara en la calle por disputas de tránsito. 


Comentarios

  1. "Es un momento de equilibrio similar a algunas fases de la embriaguez en las que todavía se pueden articular pensamientos...". Eso me gustó bastante.

    Supongo que no por nada Lynch pedía a los proyeccionistas subirle 3 decibles de más al asunto. https://www.reddit.com/r/movies/comments/7gv7hb/david_lynchs_memos_to_projectionists_for/

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