Thelma (Joachim Trier, 2017)



La Thelma del título es una tímida joven universitaria alejada por primera vez de su familia. Criada en el cristianismo más estricto, la represión de las efervescencias lésbicas que le provoca una de sus compañeras (Anja) provoca el surgimiento de poderes telequinéticos ocultos al estilo Carrie (de Palma, 1976), acompañados de violentas convulsiones.


Trier logra contar una historia donde los elementos sobrenaturales no provocan sobresaltos, sino que se funden sin costuras en la tensión permanente del relato, presente desde el extraño prólogo y acentuada por el cuidado sereno de las imágenes. Las alegorías son simples pero efectivas, y transmiten una sabrosa sensación de extrañamiento en oposición a la fría regulación del paisaje noruego.

El peso de la represión cristiana ha sido más duro para las mujeres. La mujer está ligada a la naturaleza, y la naturaleza —nos dicen— es peligro, caos y desenfreno. La civilización dicta que hay que poner una cuadrícula de calles encima de ella, torcerla, dominarla, etcétera. Los efectos de esto pueden ser nefastos, pues todo lo que se esconde bajo la alfombra termina por salir a la luz con un estallido. No me extraña que haya sido en Noruega donde se dieran el surgimiento del Black Metal más extremo. El rencor pánico del paganismo sigue tratando de desterrar el rigor mortal de las buenas costumbres. 

Las actuaciones, sobre todo de la protagonista (Eili Harboe) y su familia, son impecables. La belleza de las imágenes, en especial cuando captan paisajes, es sobria pero perceptible. El relato es quizá demasiado esquemático, pero la imaginación es excelente y la atmósfera por sí sola amerita el tiempo invertido.

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