Dos casos: Häxan (Christensen, 1922) e It (Muschietti, 2017)



Si los crepúsculos son horas de magia en el día, también lo son en el año. Octubre es el crepúsculo de los años. Se empieza a sentir un cambio en el ambiente. Los vientos limpian el cielo, dejando ver lunas memorables. La luz cae con gentileza sobre los tejados; se empieza a sentir el frío por las noches. Todo esto me ha hecho creer que octubre es especial para dedicarse a ver películas de terror.


Esta vez comencé con un clásico sin falla: Häxan (Christensen, 1922). La meticulosa imaginería brujil y demoníaca produce una sensación de terror muy especial. No se trata del vulgar sobresalto en que se basa el género hoy en día, sino de un efecto parecido a un narcótico, que induce un pánico íntegro. El entorno se transforma: las sombras toman contornos reconocibles, los ruidos y las fantasías se confunden en una parálisis casi total del raciocinio. Pero aun así, no podemos despegarnos de la pantalla. El hechizo ha surtido efecto y nos hemos hecho adictos a lo mismo que nos daña.


La misma dignidad oscura habita algunos thrillers de Hitchcock, los momentos más inquietantes de Kubrick y las angustias de Polanski. Esa elegancia se ha perdido casi por completo en el terror mostrado en salas comerciales. Lo que se busca es la velocidad y la sorpresa. Igual les saldría a los espectadores comprarse boletos para una buena montaña rusa. Por desgracia, las industrias del cine no son conscientes de que el género de terror es uno de los más altos cuando se logra, y uno de los que más se desbarrancan hacia  la grosería cuando se hace con desgano.


Antes de ver Häxan vi en una función nocturna la sensación del momento: It (Muschietti, 2017). Sufro el mismo mal de casi toda mi generación, educada con la televisión abierta mexicana de los noventa. Las imágenes de Tim Curry como el payaso Pennywise en aquella primera adaptación están marcadas en mi fantasía. No recuerdo casi nada más, lo cual no habla bien de ella. Tampoco me dan ganas de volverla a ver, pues no acostumbro ver demasiadas películas para televisión de hace más de veinte años.


It me hizo entender o confirmar varias cosas. Confirmé que los estudios creen que sus públicos se componen por perezosos mentales con el gusto de una rata, siempre lo han creído y siempre lo creerán. Entendí que mi generación es una audiencia muy poco exigente que se traga sin protestar cualquier cosa si se la presentan forrada de nostalgia y referencias de cultura pop. Estamos en medio de una generación entregada a la nostalgia de tiempos que apenas recuerdan o ni siquiera conocieron. Los que tienen cuarenta años y siguen con lo mismo apenas merecen mención o respeto.


La película no es más que una sucesión de pequeños cortrometajes amateur (hechos con mucho presupuesto) de lo que ahora se entiende por «susto»: una figura terrible hecha con tecnología informática que salta sobre nosotros desde la pantalla acompañada por un estruendo. Muchas veces se ahorran el monigote y nos dejan sólo con el estruendo, supongo que por razones económicas. Y luego, ¿qué nos queda? No mucho. La sensación de haber atestiguado cómo el mercado y sus analistas se han convertido en el nuevo ídolo que dicta los caminos del arte y la existencia; cómo el contacto permanente con las marejadas de humanidad virtual nos ha nublado toda capacidad crítica y ensordecido la individualidad.


Por fortuna el cine es un medio que trata de congelar el tiempo, y todavía podemos ver y volver a ver, las veces que queramos, los pánicos deliciosos de algo tan portentoso como Häxan, aunque sea para quitar el mal sabor de boca.


Comentarios