Das weiße Band — Eine deutsche Kindergeschichte (Michael Haneke, 2009)

 


Hay algo podrido en el pueblo de Eichwald. Un narrador sin nombre nos cuenta que en esta aldea alemana ocurren una serie de eventos extraños. Crímenes, atrocidades, supuestos accidentes… las anomalías se suman e irrumpen lo que parecería una comunidad bucólica —justo el tipo de sociedad rural que idealizaba el ingeniero agrónomo Heinrich Himmler.
 
La primera escena nos muestra el acontecimiento que, según el narrador, desató la serie de calamidades que azotaron a nuestro Macondo germánico: un cable de acero, delgado pero firme, tendido intencionalmente para derribar un caballo. Tan fino que casi no se veía, el cable es similar a la técnica de Haneke, quien nos enfrenta con gran sutileza a temas densos como sangre coagulada.

La severidad y la frialdad del ambiente no sólo se observa en la sucesión de escenas inquietantes. La tipografía y el silencio de los créditos nos internan ya en un tono de fábula oscura. El ritmo sosegado, los encuadres, los matices de la monocromía, nos sumergen en una realidad intensificada. Esto lo confirman las primeras palabras del narrador: «muchas preguntas aún no tienen respuesta». Como todos los cuentos de hadas, Das weiße Band está compuesta de invención y olvido. Se trata de una película que transcurre en territorio mitopoético. Lo inexplicable sólo puede ser asimilado por la lente del arte.

Uno de los temas es la prevalencia del abuso infantil, un hecho aceptado y promovido entonces como ahora. Los niños son la clave, como nos sugiere el subtítulo. El mundo agrario-conservador asume muchas veces que los niños no son más que mano de obra barata y servidumbre doméstica para los mayores —apenas mejores que los animales, ciertamente dignos de ser tratados como tales. 

En este cuento los adultos no tienen nombre, sólo se les conoce por su ocupación (El Pastor, El Médico, El Maestro…). La dinámica de los castigos corporales y psíquicos, la brutalidad de la jerarquía autoritaria que no ofrece ningún desahogo, se nos presenta nítida en la relación del Pastor con su familia. Lo que la psicóloga Alice Miller llamó «pedagogía oscura» es ejercida con mano de hierro en todos los aspectos de la vida. En una escena vemos cómo uno de los hijos del líder espiritual tiene que ir él mismo por el garrote con el que será torturado. «Los golpes me dolerán más a mí que a ustedes», dice el Padre. Esta mecánica es sólo una muestra a pequeña escala del ambiente que penetra todas las capas de la sociedad —no recuerdo otra película en la que vuelen tantas bofetadas. Cada quién conoce su lugar en el mecanismo, y éste es inamovible: primero está Dios, luego el Emperador, el Barón, el Pastor, el Médico y debajo de ellos todos los demás, cada quien con su respectivo título. El narrador dice en algún momento: «Nos manteníamos unidos por la creencia de que la vida en comunidad era voluntad divina». No hay escape alguno.

La pericia fílmica de Haneke introduce, en forma de elecciones estéticas inobjetables, otro de los temas centrales de la película, sugiriendo un matrimonio absoluto entre forma y fondo que es propio de las obras maestras. Me refiero al concepto de pureza como origen del mal. Además de los azotes y bofetadas, el Pastor les ata a sus hijos una cinta blanca en el brazo, según él para significar la pureza que han perdido. Esto es claramente un abuso de la semántica, y la cinta bien podría tener estampada una svástica. La búsqueda de pureza en este mundo es insensata y muchas veces mortal. Con frecuencia esta búsqueda necia es llevada a cabo por niños eternos adoctrinados en una u otra ideología (política, religiosa, del tipo que sea) que se consideran jueces ungidos por una autoridad suprema para discernir quien merece castigo y quien recompensa. Desde Dios hasta los niños, todos aquí parecen jugar una trama lúgubre de sadomasoquismo sin sentido. No podemos estar seguros del origen del mal ni de su última autoría; en cambio los delitos y las expiaciones —arbitrarios todos— no cesan.

No es hasta que las atrocidades alcanzan al hijo del Barón que las cosas comienzan a tomarse en serio —muestra sucinta de que el ancien régime  sigue vivo y fuerte en este universo, con todo su rigor esclerótico. Esta comunidad de castigadores vocacionales crea una atmósfera de culpa colectiva que vemos con técnica impecable en la escena donde el Barón reúne a la comunidad para esclarecer quién ha atormentado a su hijo. «Están entre nosotros», dice el Barón, mientras la cámara se toma su tiempo para enfocar los rostros de viejos campesinos. En un nivel muy superficial, Das weiße Band es un whodunnit sin solución imaginable. ¿La culpa colectiva diluye o empeora la situación? ¿Es Dios el último culpable?

Las potencias naturales sin control (que podemos contemplar de forma sublime en las muchas tomas del bosque nevado, el viento y la vegetación como omnipresencias aciagas) le rasgan los ojos al habitante más vulnerable de Eichwald, y anotan en un papel las bestiales palabras del Éxodo: «Soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación». Esta visión primitiva y atroz de la justicia es la que prevalece en los buscadores de pureza; también es su propia condena. 

Las referencias bíblicas abundan. En una escena vemos, por ejemplo, una recreación de la envidia primordial narrada en el cuarto capítulo del Génesis, cuando uno de los hijos del Administrador trata de asesinar al hijo del Barón. Estas referencias sugieren una visión cíclica del tiempo propia de los relatos míticos —la Biblia inclusive. Violencia, despotismo y abusos se heredan y se repiten en una rueda salvaje. El Mal se contagia como si fuera una enfermedad del alma, penetrando por las grietas de un mundo que creemos poder explicar racionalmente. El carácter abismal de la culpa compartida nos pone en la difícil situación de recurrir a potencias sobrenaturales para dilucidar lo que sólo parece explicable si asumimos la presencia de entidades capaces de poseer a receptores sensibles. Esto explicaría, por ejemplo, que una de las niñas del pueblo sueñe de modo premonitorio sobre una de las aberraciones que marcan esta historia. «¿Pueden los sueños hacerse realidad?», pregunta.

Lo absoluto es inhumano. Nuestra realidad es contradictoria y compleja. En el mundo de Das weiße Band se nos presenta claramente una disyuntiva: ¿ser libres o estar seguros? En esta burbuja inexorable el individuo debe estar supeditado a la comunidad (estado, nación, familia, da igual) y con esto se conjuran los miedos y peligros inherentes al caos que es existir. Pensar así no sólo es erróneo: es peligroso en extremo. Desde el fascismo hasta los terroristas y aspirantes a sátrapas de hoy, todos los perpetradores están envueltos en esta dinámica de valores totalizantes.

A pesar de su ambigüedad y la crueldad inflexible que demuestra, Haneke propone una salida. En el centro de todo, la salvación proviene del amor y la belleza. La relación entre el Maestro y la Institutriz es un núcleo de ternura redentora en medio de la bola de nieve. No sólo el amor de pareja, también el parental ofrece una salida. La esposa del Barón, hacia el final de la cinta, habla por todos cuando le dice a su marido: «Nos vamos de aquí. No lo soporto más. Me voy porque no quiero que mis hijos se críen en un ambiente dominado por la envidia, la apatía y la brutalidad. Estoy harta de la brutalidad, las amenazas y las venganzas perversas». Un tercer tipo de amor, el propio, obliga a la partera del pueblo a escapar de Eichwald en bicicleta ¡Huyamos todos!

Al final de la trama se anuncia que el Archiduque ha sido asesinado en Sarajevo. El narrador nos dice: «Había mucha expectación, como al principio de un viaje. Todo iba a cambiar». Parecería casi una esperanza, una estrella titilante en la oscuridad visible del villorrio. Sabemos lo que pasó después. El final es el inicio, la esperanza cede una vez más a la bestialidad, y todo comienza de nuevo.


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