Lista: asesinos seriales II


Suspiria (Dario Argento, 1977)

Que sirva esta mención para no dejar fuera al desfile de manos enguantadas, tramas delirantes, pesadillas technicolor, vírgenes perseguidas y corredores tenebrosos que fue el género giallo. La obra maestra de Dario Argento es la cima del modelo. 


No creo que importe mucho referir la trama, pues no es muy distinta de los cuentos de hadas más elementales —aunque con más sadismo y alucinación. Cada encuadre es  un asalto deslumbrante para la vista; la sangre neón fluye rauda bajo resplandores evanescentes. 


La estridencia de la banda sonora, propinada por el conjunto progresivo Goblin, es la compañía ideal para la fastuosidad perversa que desfila en panatlla y se ha vuelto clásico por derecho propio. El homicidio visto como festín de belleza que propone el cine giallo no se ha quedado sin continuadores u homenajes. Baste mencionar, por ejemplo, a The Neon Demon (Winding Refn, 2016), que apenas el año pasado supo rendir una fascinante reverencia a esta esquina de la depravación.


The Silence of the Lambs (Jonathan Demme, 1991)

Es extraño que una gran película con elementos de horror sea reconocida de inmediato como una gran película a secas. El relato de Jonathan Demme corrió con esta suerte, y su estatus no ha disminuido con el paso de los años. 


La película se centra en la cacería de un asesino serial conocido como Buffalo Bill. El motor de la historia es la relación entre la agente del FBI encargada de su captura (Clarence Starling) y el único hombre capaz de ayudarla: otro temible asesino serial bajo custodia (Hannibal Lecter), interpretado por Anthony Hopkins en el mejor momento de su carrera. El impacto de The Silence of the Lambs ha sido persistente. El doctor Lecter en particular se ha vuelto una presencia clave en la cultura popular. 


La tensión se siente a tope desde la primera hasta la última toma. Su profundidad psicológica y el vínculo resbaloso entre los protagonistas impiden que la atención se desvíe un solo minuto de la pantalla.


Seven (David Fincher, 1995)

Con apenas su segundo largometraje, Fincher revolucionó el nicho de películas sobre asesinos y al mismo tiempo cimentó una carrera brillante. Seven está llena de tonos metafísicos y matices de gran inteligencia cuyas huellas no se ha desvanecido del cine y la televisión de suspenso. Su ambiente de pesimismo brutal y la violencia que ensordece todo a su alrededor todavía resuenan hoy. Quizá en aquel entonces era el temor milenarista lo que logró asomar la cabeza en sus imágenes; o puede que haya sido algo más profundo lo que enseña los colmillos: la convicción de que el mal nunca desaparece de la escena, por grandes que sean nuestros esfuerzos. 


La relación entre los personajes de Morgan Freeman y Brad Pitt transforma lo que podría fácilmente haberse desbarrancado hacia el cliché en un contrapunto brillante de cosmovisiones que le insufló nueva vida al guionismo detectivesco. 


Seven es obligatoria para los que hayan sentido, aunque sea una vez, que el mundo es un lugar espantoso y la existencia una carga innecesaria. Mejor dicho: es una película obligada para cualquiera.


Zodiac (David Fincher, 2007)


No es problemático incluir otra película de Fincher en esta lista. Se trata de un director que, a la manera de Hitchcock, ha sabido equilibrar el morbo y la inteligencia, el gusto popular y el gran arte desde el interior de la industria.  Lo que distingue a sus películas sobre asesinos seriales es que cada una aborda un aspecto distinto del fenómeno. Zodiac es muy diferente a Seven, o a The Girl with the Dragon Tattoo (Fincher, 2011), a pesar de que aborden el mismo fenómeno. En ésta —que es, pienso, su obra maestra hasta ahora—, Fincher punza dos polos del homicidio serial: el mundo que lo produce, y la obsesión que provoca. Tan meticulosa y compulsiva como sus protagonistas, la recreación de la época que parió al Asesino del Zodiaco es casi milagrosa. El grado microscópico con que mira el complejo panorama de la historia es al mismo tiempo su fortaleza y su debilidad. 


 En su momento fue un fracaso en taquilla, pero más vale escuchar lo que tiene que decir. No es una película que se centre en la anécdota efectista; tampoco es un relato fácil que ofrezca soluciones envueltas y con moño. Por el contrario, sus respuestas profundizan los enigmas, alebrestan el fuego, incrementan el apetito y nos dejan suspendidos en una perpetuidad sin soluciones. ¿De qué otra manera puede considerarse a la maldad, o a la vida misma? Creo que esta ausencia de respuestas es la mejor justificación para producir arte.


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