Fugarse del tiempo




Podría decirse que cada arte tiene una relación especial con algún aspecto de nuestras facultades —esto es, de la realidad.  Por ejemplo: la arquitectura y el espacio, la pintura y el color, la escultura y la forma. Por supuesto que advertimos estas manifestaciones a través de nuestra percepción completa, igual que todo lo demás. La arquitectura incluye el color y la forma, pero su característica primordial, aquello sin lo cual dejaría de llamarse arquitectura, es el componente espacial. Siguiendo esta lógica, opino que el matrimonio fundamental del cine es con el tiempo —esa cosa tan difícil de definir que nos saluda todos los días frente al espejo.


Los símbolos del tiempo suelen estar dirigidos hacia lo inexorable —el rigor de los granos de arena o la crueldad de una guadaña. Nos sentimos aprisionados en la trama finita de nuestros días, sin escape posible. Sin embargo, existen fisuras que nos muestran otras posibilidades de maleabilidad. Las vías para acceder a este punto de vista son diversas y  están al alcance de cualquiera, sin necesidad de drogas psiquedélicas o ejercicios espirituales. Muchas veces sólo hace falta poner un poco más de atención a las cosas que damos por hechas para cambiar la manera en que sentimos el transcurrir. En los sueños, por ejemplo, el tiempo definitivamente es otro. Si experimentamos placer, todo fluye distinto a cuando sufrimos, etcétera.


Nuestras ideas habituales sobre el tiempo tienen moucho de culturales y muy poco de observación experimental. El hecho es que casi todas las civilizaciones —la nuestra es una peculiar excepción— han llevado por lo menos dos calendarios distintos, uno para llevar la cuenta del tiempo profano y otro para calcular los ritmos de lo sagrado. El tiempo de la luna no es el mismo que el del sol. 


Es posible que lo que llamamos «tiempo» sea una facultad perceptiva en vez de un curso implacable. Las viejas cintas de película nos permiten una comparación útil: el devenir es un fluido no-simultáneo, accidentado, lleno de titubeos y compuesto por moléculas que sólo se perciben como continuas al ser barridas por una mirada. Éste es un proceso que, en el cine, puede incluso revertirse, ralentizarse, acelerarse... Del mismo modo en que el microscopio nos revela cosmos insospechados pulsando en la más pequeña gota de agua, el cine nos permite desmembrar el flujo de nuestros momentos. No está fuera de lugar describir el trabajo de un cineasta como alguien que imagina momentos, los elige, manufactura y luego los recorta y ordena a su gusto para crear efectos estéticos. Dos películas con metrajes similares pueden ofrecer sensaciones temporales muy dispares. Las películas tienen ritmos propios, independientes de su longitud material. 


Estas características inherentes al arte fílmico multiplican su complejidad al ejecutarse el acto de la visión. Como cualquier obra, una película no está completa hasta que es habitada. Hacen falta ojos que descifren sus secretos, y con cada nuevo par asisten al acto otros mundos, todos con características individuales. De este modo el espectador aporta ritmos que tendrán que enlazarse, en una danza ceremonial, con las cadencias que el cineasta intentó. Es de ese ritual donde surge el nuevo tiempo, la sensación de fuga trascendente que proveen algunas obras. Después de todo, sospecho que la eternidad tiene sus templos repartidos entre el suelo gris de cualquier ciudad moderna. 

Comentarios