Dos horrores
En su entrada para la encuesta de Sight & Sound del 2012, Guillermo del Toro incluyó a Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Murnau, 1922) entre las que él considera las mejores 10 películas que se hayan hecho. En el breve párrafo que le dedica, comenta que Nosferatu es, «junto con Vampyr (Dreyer, 1932), uno de los dos pilares para todo filme vampírico.» Quisiera extrapolar esta observación.
La fama que acompaña a la adaptación de Drácula que Friedrich Wilhelm Murnau realizara para el malogrado estudio de cine ocultista Prana Film, sobrepasa por mucho a la de su compañera. Vampyr no es siquiera la más célebre de entre las obras de su autor —honor merecido por La Passion de Jeanne d'Arc (Dreyer, 1928). Pero la fama no es lo que nos importa, sino la noción de que hay dos tipos fundamentales de horror, encarnados a la perfección en cada una de estas películas. Uno es el que sucede dentro de la mente y otro el que pasa fuera de ella.
Drácula, el Conde Orlok o cualquier otra de sus variaciones, es un agente infeccioso que llega a irrumpir en el mundo decimonónico —seguro de sí mismo, de sus buenas maneras, del vapor sutil que hace funcionar las pesadas máquinas. En la novela de Stoker, el Conde termina poniendo las cosas un poco de cabeza, y entre tragos de brandy para reanimar a damas desvanecidas y un asombro incesante por las maravillas tecnológicas de su tiempo, los gentilhombres del civilizado Imperio Británico organizan una cacería implacable para aplastar bajo sus botas al intruso que fascina a sus mujeres. La adaptación de Murnau sigue en líneas generales esta premisa, regodeándose en lo extraño y lo macabro con una maestría que pocas veces —si es que alguna— se ha vuelto a ver.
Vampyr debe sus mejores momentos a la vida interior de sus personajes. En mi opinión, esto le da un aire más realista a la amenaza. Es un consuelo proyectar las sombras hacia afuera y verlas como salidas de Transilvania o algún lugar exótico por el estilo. En Vampyr, sin embargo, la mera ideación de la muerte es pretexto para una de las escenas visionarias más memorables que se hayan registrado en película. Vampyr es un argumento para demostrar cómo, sin moverse de su lugar, cualquiera puede caer en las garras de lo ominoso y no ser liberado jamás. No hacen falta marcas de colmillos drenantes en el cuello; la confusión del alma, el sopor en el que puede sumergirse la cordura es un destino tan o más terrible que el de ser esclavizado por un aristócrata de acento peculiar.
En la dicotomía propuesta por del Toro se agazapa la trampa terrible de su falsedad. La imaginación, el mundo del espíritu, no hace menos tangibles los horrores. Muchas veces la putrefacción del mundo interior retratada por Vampyr es más vívida que cualquier monstruo horripilante. Nuestra mente es una habitación cerrada de la que no podemos escapar. Es el Overlook Hotel en invierno, poblado de entidades abominables que pueden orillarnos a las peores atrocidades si damos un paso en falso o abrimos la puerta incorrecta; ahí se encuentra el Babadook (Kent, 2014) que tenemos que alimentar con raciones de lombrices putrefactas por temor a que se vengue de nosotros; es una multitud de brazos tratando de aferrarse a nuestros cuerpos en Repulsion (Polanski, 1965), etcétera. Estamos perfilando una tradición excelente, empeñada en recordarnos que la línea divisoria entre la sensatez y la sinrazón, lo objetivo y lo subjetivo o, si se prefiere, lo real y lo imaginario, es siempre más fina, más nerviosa.
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