De cavernas y sueños
La experiencia de ir a una sala de cine comienza cuando recorremos el pasillo oscuro. Entramos a un ámbito distinto, enorme, inusual. Las imágenes comienzan a moverse frente a nosotros, justo como cuando empezamos a soñar: primero avisos, anuncios, un aleteo de lo que vendrá. Después un denso tejido de símbolos vivos con el que nos sentimos involucrados de modo profundo. Sentimos todo con más intensidad. Las imágenes vienen cargadas de sugerencias, pasiones inusualmente poderosas. Durante esa visita al reino de la oscuridad nos sumergimos en un maelström que nos hace olvidar, nos lleva a otro lugar, nos revela enseñanzas o nos hace querer lanzarnos a destrozar.
Las historias que nos proporciona el cine, como los sueños, no son derecho exclusivo de unos cuantos iniciados. Cualquiera puede tener acceso a estas particulares formas de la consciencia sin necesidad de ser versado en ningún sistema espiritual o ser guiado por un oráculo. Cerrando los ojos por la noche o pagando un boleto y caminando el pasillo, somos depositados en un estado de hipnosis colectiva que ya es de por sí un lugar distinto a la vida común. La sensación de estar en un mundo más lleno de misterio, más ambiguo —irreal pero al mismo tiempo más real—, le confiere su poder arcano a la sala de cine y al teatro de todas las noches.
No es difícil imaginar cómo hace algunas decenas de miles de años un preadolescente entraba agachado por los estrechos pasillos de un sistema cavernoso para atestiguar por sí mismo la danza de las almas en altas galerías de piedra. Aquellos dibujos, mezclados con algún relato mitológico sobre la tribu o el ínfimo lugar del hombre en medio de las pasiones de los dioses y la enormidad del cosmos, le daban a nuestro joven una intensa experiencia a ser incorporada en su vida diaria. El Arte funcionaba desde entonces como un software que se introduce en la mente, modificando nuestro sistema operativo e influenciando directamente nuestro modo de existir. Hay que anotar que para nuestro puberto prehistórico, aquellos dibujos eran lo que representaban. Las distinciones absolutas entre dibujo y cosa, arte y vida, imaginación y realidad, alma y cuerpo, etcétera, son excéntricas separaciones categóricas que nuestra especie recién acaba de inventar.
No nos dejemos engañar; el hecho de que el cine sea hijo necesario de nuestra época escindida no le quita su derecho de ciudad entre las manifestaciones del Otro Mundo. El barro y el fuego le han dado lugar a las máquinas y la electricidad, pero igual se siguen contando cuentos; seguimos entrando a cuevas para ver imágenes animarse ante nuestros ojos por la gracia de un fuego misterioso. No es casualidad que la industria del cine sea tan poderosa y mueva tales cantidades de recursos. En lo más íntimo de nosotros existe un anhelo irresistible por conocer historias y vidas distintas a las nuestras. Los actuales hacedores de mitos ya no visten pieles de animales pero, si se preocupan por dejar algo verdadero en su trabajo, formarán parte —quizá sin saberlo— de una larga tradición mágica dedicada a propiciar sueños colectivos para dotar de sentido la vida de las personas.
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