Un Chien Andalou (Buñuel, 1929)
El cine desarrolló un lenguaje propio, vuelos artísticos y distintas tradiciones en apenas unas décadas de existencia. Lo que a otras artes les tomó siglos, al cine le tomó años. Esto quizá se deba a los tiempos de los que es hijo; al afán de progresar, de avanzar a velocidades que hasta entonces no se sospechaban. Lo cierto es que para los años 30 ya estaba bien establecido qué podía lograrse con el nuevo idioma.
Esta época de gestación se dio de forma paralela a la efervescencia de las vanguardias en Europa. Parecía que los medios tradicionales y sus formas anquilosadas ya no eran suficientes para las necesidades expresivas del Espíritu. El mundo tal y como se lo conocía había sido barrido por las bombas y las trincheras.
De entre estos movimientos, el surrealismo es el que más impacto sigue teniendo. Tengo para mí que se debe a que no fue un movimiento artificial o vacuo, sino la puesta al día de una tradición y unos valores milenarios; una corriente subterránea que de alguna manera ha ido uniendo sus eslabones dorados a pesar del cristianismo, la revolución industrial y los extraños tiempos que corren. Estos valores han sido los mismos desde los gnósticos y los alquimistas hasta el romanticismo y Lautréamont: la libertad y la imaginación.
En el cine, el surrealismo tuvo a su representante máximo en Luis Buñuel: un joven aragonés de buena familia que idolatraba a Benjamin Péret y que, junto a Salvador Dalí, produjo una de las obras más inquietantes que se hayan puesto en película: Un Chien Andalou.
¿Cuáles fueron las motivaciones para otorgarnos esa sucesión de sinsentidos? ¿Por qué tomarse el trabajo de filmar a un hombre arrastrando a dos hermanos maristas seguidos de dos pianos de cola con un asno podrido al interior de cada uno? Creo que una obra así sólo puede provenir de dos fuentes. La primera, una temeraria ausencia de temores —cosa loable, considerando que entonces el clima cultural era incluso más encendido que ahora. Buñuel llenó sus bolsillos de piedras por si se armaba una trifulca el día del estreno. La segunda es, quizá, no tener otra ambición aparte de ser fiel al torrente de imágenes irracionales que proporciona el alma.
Opino también que el propósito de Un Chien Andalou era crear un panfleto. Así como la propaganda política preconiza estupidez y vulgaridad, cuando no malevolencia, el arte intenta propagar estados del alma. No es descabellado suponer que Un Chien Andalou buscaba otorgarle la gema de la imaginación libertaria a sus espectadores —a París, a la civilización occidental, al mundo, a los hombres.
Han pasado 87 años de su estreno y ese don sigue ejerciendo su poder. Hagan la prueba. Quienes no la han visto, véanla; los que ya la vieron, háganlo de nuevo. Unos y otros entréguense a la perplejidad y juzguen si el cine que se frecuenta hoy posee la misma intensidad, o esa intención de abrir grietas y ensanchar abismos. Consideren qué hacer al respecto.
Sin ingenuidad, con naturalidad, Un Chien Andalou inauguró un linaje vigoroso que sigue fulgurando y nutriendo la obra de numerosos autores (los Hermanos Quay, David Lynch o Jan Svankmajer, nombres todos que merecen estar en alturas semejantes o mayores a las de sus inspiradores). Un linaje de riesgo y ambición: la tradición del cine peligroso.
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